lunes, 11 de abril de 2011

NUCLEARES

De jovencillo leí en un manual de excursionismo que el chocolate tiene la propiedad de repartirse uniformemente por toda la mochila con el calor del verano. A las porquerías que lanzamos al aire o se nos escapan accidentalmente les pasa algo parecido, porque la atmósfera de la Tierra es un sistema dinámico en constante movimiento que interacciona unas regiones del planeta con otras. Por eso hace unos días, aunque en cantidades muy pequeñas, llegaron hasta la Comunitat Valenciana y otras zonas de España las partículas radiactivas de la central nuclear japonesa de Fukushima. El aliento radiactivo de la planta atómica nipona se acabará repartiendo por la mayor parte del Globo, aunque ello no presupone que en las zonas alejadas de Japón vaya a haber daños o efectos como los que se están produciendo o se van a producir en el entorno de la nuclear. Repetimos la historia de hace 25 años. Las partículas de Fukushima llegan a territorio valenciano más o menos un cuarto de siglo después que las de la central nuclear de Chernobyl (Ucrania), que el 26 de abril de 1986 protagonizó el que —por el momento— está considerado el accidente nuclear más grave de la historia. Unos cuantos días después de la explosión en el reactor 4 de Chernobyl, los instrumentos de medición del Instituto de Física Corpuscular (IFIC) y de la Universitat de Valencia detectaron un aumento de la radiación ambiental, que hizo cundir la alarma, alimentada por la incertidumbre y la falta de información de la que hizo gala en los primeros días el gobierno de la antigua URSS, a la que pertenecía Ucrania en la época. Su presidente, Mijail Gorbachov, no confesó públicamente hasta el 14 de mayo el verdadero alcance del desastre. Para entonces, algunos países nórdicos, como Suecia, ya habían informado al resto de la humanidad de que algo importante y nada deseable sucedía en alguna planta atómica soviética. Los primeros indicios se obtuvieron a más de 1.000 kilómetros de Chernobyl, en la central nuclear sueca de Forsmark, donde se observó un anormal aumento de la radiactividad y, tras comprobarse que todo estaba en orden en la planta, se dedujo que el problema venía de la URSS, porque el viento soplaba desde allí. Precisamente, esa fue una suerte los primeros días después del desastre: la circulación atmosférica sobre Europa llevó la radiactividad hacia los países nórdicos y, en primera instancia, bloqueó su llegada hacia el sur del continente. Después se repartió por muchos países europeos, siendo los más afectados —al margen de la propia Ucrania— Rusia, Bielorrusia, Suecia, Finlandia, Austria, Noruega y Bulgaria. España fue afortunada, porque además de su lejanía contó como aliado con un escenario meteorológico que impidió la llegada hasta aquí de las bolsas de aire radiactivo que se repartieron por buena parte del continente. Si el accidente hubiese ocurrido en invierno, bajo los efectos de uno de los clásicos anticiclones ruso-siberianos que protagonizan las grandes olas de frío de enero y febrero, las cosas seguramente hubiesen sido mucho peores para la mayor parte de Europa, incluida España. De aquellos días recuerdo la polémica que se produjo entre la Delegación del Gobierno en la Comunitat Valenciana, al frente de la cual estaba entonces Eugenio Burriel, y la Universitat, a la que se pidió que dejara de dar datos sobre la radiactividad ambiental para no aumentar la alarma entre la población. Y celebramos el 25 aniversario de Chernobyl con Fukushima. No creo que ambos casos sean comparables, porque el primero estuvo directamente relacionado con una serie de negligencias increíbles y el segundo ha llegado de la mano de un devastador terremoto, pero el fondo del problema no deja de ser el mismo, tal como avala que durante el último mes se haya reabierto de forma ingenua el debate nuclear en todo el mundo. La lectura que hago puede parecer simple, pero es así: la mayoría de la gente sólo está en contra de las nucleares cuando fallan, y eso, en pleno siglo XXI, dice muy poco a favor de la civilización. Hace un siglo era más difícil estar informado, pero desde hace unas cuantas décadas el que no sabe es porque no quiere. El alcance de los riesgos nucleares no es ningún secreto de estado, así que saber un escape radiactivo monta un lío planetario es al menos tan fácil como estar al corriente de los cambalaches de las bolsas europeas. El que quiera que se dé una vuelta por internet, que está para eso, para informarse, no sólo para distraerse o bajarse películas y música. Porque no se equivoquen: ahora tenemos la mirada en Fukushima, pero lo de Chernobyl no es asunto del pasado. El monstruo sigue ahí, encerrado, pero intentando escaparse otra vez, como los leones mal enjaulados. El reactor 4 de la planta ucraniana se aisló en un sarcófago frágil, dentro del cual el peligro sigue latente. Se construyó después del accidente de abril de 1986, pero el tiempo, la corrosión y la radiactividad lo han deteriorado, por lo que en 2007 fue necesario iniciar la construcción de un nuevo sarcófago con el que se cubrirá la estructura del reactor y que, presumiblemente, estará listo el año que viene. Cuando se habla de Chernobyl la primera impresión es que se trata de un tema del pasado reciente, pero según los informes científicos sobre la planta, el reactor conserva un 95% de su radiactividad, que escaparía de nuevo a la atmósfera si el sarcófago actual se derrumba o agrieta. El objetivo es que la nueva estructura protectora elimine los riesgos durante un siglo; después, ya veremos.Así que el problema de la radiactividad no sólo es que sigue el ejemplo del chocolate en la mochila, sino que las mortajas nucleares, en realidad, no envuelven un cadáver atómico, sino un peligro que se resiste a morir durante miles de años. VICENTE AUPI

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