Y el día después, estalló la guerra
Jesús Civera
El reinado de Isabel II fue un albur de espadas, espadas de sargentos y espadas de generales, bazas fulleras de sotas y ases». La corte de los milagros de Valle se ha instalado en el PP valenciano. No son espadas, sino guillotinas, y puñales sinuosos y fariseos. Horas después de la dimisión del lider, Francisco Camps, el PP valenciano se ha convertido en un campo de batalla que desconoce la piedad con el caído e ignora la compasión con el que diseñó parte de su trayectoria. Así es la miseria de la política. ¿Alguien lo dudaba? Por lo pronto, el grupo parlamentario le ha construido al expresidente un cenotafio. En la inscripción no aparece el lamento sino el desdén: que arregle su situación como diputado porque no saben donde ubicarlo. Los dirigentes que apartó durante su mandato le esperan con la guadaña. Los ambiciosos que esquivó le aguardan para bendecirle con una lapidación. Lógico. Antes no se atrevían a alzar la voz, porque el poderoso desalojaba poder. Hoy no es nada. La venganza es shakesperiana, pero el guión no ha cambiado desde los griegos.
Esa es la iconografía del día después. Tras la desaparición de Camps, el PP exhibe su fractura. Ni los socialistas, en sus mejores momentos de desintegración, expondrían la contundencia de la fisura. Hay división en el PPCV y dos bandos que cada vez se singularizan más. Alfonso Rus, presidente de la diputación, y sus aliados, y los herederos de Camps. La guerra es abierta, como manifestan las declaraciones de Rus y de Blasco de ayer. Mientras tanto, los residuos del zaplanismo en el feudo de Alicante brindan con champán. Rus está descontento y ha estallado. No le llamó Camps, ni le llamó Rajoy, para consultarle sobre la sucesión. El episodio no hace sino confirmar las predicciones tras la formación del Consell, donde Rus tampoco contó. La pugna estaba latente desde entonces, pero las hostilidades se canalizaban. La explosión hoy está fuera de control. Las víctimas han sido señaladas, porque en estos ritos de la desaveniencia o te cobras piezas o no eres nadie. Las víctimas se apuntan: Sánchez de León y Antonio Clemente. Están marcadas. La contrariedad ilumina a Rus: no quería a Alberto Fabra, ni tampoco a Rita Barberá. De modo que la tensión no es ascética, sino como muy prosaica. El «rusismo» en formación contra el «campsismo» que ha de patrimonializar Alberto Fabra. ¿Pero quién es Alberto Fabra? Por ahora, sólo una designación. Y el título se ha de llenar de contenido.
Su primer problema estriba en hacerse con el control y zanjar la división que ha reventado con la dimisión de Camps. Castelló significa un 15% del PP. Nada más. De ese 15%, la mayor parte aún está en manos de Carlos Fabra, el verdadero tótem provincial, padre espiritual de todos los originarios de esa provincia que han conquistado el PPCV. Fabra ha cedido poder, pero el alcalde de Castelló ha de pensar en la totalidad del territorio, porque su «clientela» es nimia. Y se ha de apoyar en el campsismo, que es el eje vertebrador del PP actual. ¿Para superarlo? ¿Para adaptarlo a una nueva forma? En todo caso, para adscribirlo a su figura y erigirse como líder, si es que lo desea y posee aptidudes. Fabra ha recibido el diploma —presidente del partido, presidente dela Generalitat — a dedo, pero el legado puede ser dilapidado o ennoblecido. ¿Posee astucia para los malabarismos del juego político? ¿Y diplomacia para integrar a las partes? Desde luego no está en condiciones de hacer liquidación. Pero algo ha de manufacturar pronto. Si la corriente crítica que se desarrolla, prospera, Fabra apenas verá la luz. Y la corriente crítica sabe –como él– que el congreso del PPCV es en 2012.
jcivera@epi.es
Esa es la iconografía del día después. Tras la desaparición de Camps, el PP exhibe su fractura. Ni los socialistas, en sus mejores momentos de desintegración, expondrían la contundencia de la fisura. Hay división en el PPCV y dos bandos que cada vez se singularizan más. Alfonso Rus, presidente de la diputación, y sus aliados, y los herederos de Camps. La guerra es abierta, como manifestan las declaraciones de Rus y de Blasco de ayer. Mientras tanto, los residuos del zaplanismo en el feudo de Alicante brindan con champán. Rus está descontento y ha estallado. No le llamó Camps, ni le llamó Rajoy, para consultarle sobre la sucesión. El episodio no hace sino confirmar las predicciones tras la formación del Consell, donde Rus tampoco contó. La pugna estaba latente desde entonces, pero las hostilidades se canalizaban. La explosión hoy está fuera de control. Las víctimas han sido señaladas, porque en estos ritos de la desaveniencia o te cobras piezas o no eres nadie. Las víctimas se apuntan: Sánchez de León y Antonio Clemente. Están marcadas. La contrariedad ilumina a Rus: no quería a Alberto Fabra, ni tampoco a Rita Barberá. De modo que la tensión no es ascética, sino como muy prosaica. El «rusismo» en formación contra el «campsismo» que ha de patrimonializar Alberto Fabra. ¿Pero quién es Alberto Fabra? Por ahora, sólo una designación. Y el título se ha de llenar de contenido.
Su primer problema estriba en hacerse con el control y zanjar la división que ha reventado con la dimisión de Camps. Castelló significa un 15% del PP. Nada más. De ese 15%, la mayor parte aún está en manos de Carlos Fabra, el verdadero tótem provincial, padre espiritual de todos los originarios de esa provincia que han conquistado el PPCV. Fabra ha cedido poder, pero el alcalde de Castelló ha de pensar en la totalidad del territorio, porque su «clientela» es nimia. Y se ha de apoyar en el campsismo, que es el eje vertebrador del PP actual. ¿Para superarlo? ¿Para adaptarlo a una nueva forma? En todo caso, para adscribirlo a su figura y erigirse como líder, si es que lo desea y posee aptidudes. Fabra ha recibido el diploma —presidente del partido, presidente de
jcivera@epi.es
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