Hay algo que refleja el déficit moral del Gobierno israelí tanto o más que los métodos brutales utilizados en la última ofensiva contra Gaza: su actitud ante la pretensión de Mahmud Abbas de pedir el día 29 que la Asamblea General de la ONU conceda a Palestina el estatuto de “Estado observador”, similar al que tiene El Vaticano. Se trata de una categoría intermedia, que dista mucho de la de miembro de pleno derecho de la organización internacional -aspiración aparcada hace un año porque era inviable en el Consejo de Seguridad-, pero que supondría un notable avance respecto a la actual de “entidad observadora”. Se abrirían así las puertas de instituciones como la Corte Penal Internacional, ante la que se podría denunciar a Israel por crímenes de guerra.
Como ha señalado un próximo colaborador de Abbas, si la iniciativa prosperase “Palestina ya no sería un territorio ocupado, sino un Estado ocupado”. A los efectos de la resolución, se entenderá como Palestina tanto la franja de Gaza, controlada por Hamás, como la Cisjordania ocupada militarmente y Jerusalén Este, anexionado por Israel y convertido en su capital “única e indivisible”.
El primer ministro judío, Benjamín Netanyahu, y algunos de los halcones de su Gobierno han reaccionado multiplicando las amenazas de que, si el presidente de la Autoridad Palestina (AP) no ceja en su pretensión, se estrangulará económicamente Cisjordania, cortando el flujo de dinero, procedente de la recaudación de impuestos, a incluso no se descarta derribar a Abbas y deshacer la frágil administración establecida en Cisjordania. El recién reelegido Barack Obama ha dejado también claro que se opondrá al desafío palestino.
Si, pese a las presiones y amenazas, el líder de la AP sigue adelante el resultado en la Asamblea General estará cantado: obtendrá un rotundo respaldo. Consciente de ello, Netanyahu multiplica sus esfuerzos para que, llegado el caso, haya un número significativo de votos de calidad que se desvinculen de la mayoría. La Unión Europea, cuyos países no tienen una posición común, y que contribuye con más de la mitad de la ayuda económica internacional a Palestina, es el principal objetivo de esta frenética ofensiva diplomática.
¿Y qué hará España? Aunque la lógica apunta a que se alinee con los países árabes, como ha hecho casi siempre, el carácter dubitativo de Rajoy, que pretende hacer de la indecisión virtud, hace temer que derive hacia la abstención. El no parece descartado.
Las razones de Israel para boicotear el envite palestino se caen por su propio peso. Consisten en que se trata de una iniciativa unilateral que violaría el compromiso de buscar una solución al conflicto mediante negociaciones directas. Como si esa vía no se encontrase desde hace dos años en la UCI, si no difunta. La intransigencia israelí, su política de hechos consumados, hace imposible todo acuerdo que la otra parte pueda considerar honroso. El ejemplo más paradigmático es la extensión de los asentamientos judíos en Jerusalén y la Cisjordania ocupada, cada vez más parecida a la Suráfrica del apartheid. Ni siquiera sería necesario desmantelar colonias. Para que los palestinos volviesen a la mesa negociadora bastaría con congelar los planes de construir más.
Se está ya peligrosamente cerca del punto de no retorno en el que la solución de los dos Estados, en teoría aún viable y aceptada por Israel, será imposible a causa del disparatado trazado del mapa de una Palestina cada vez más raquítica, de la frustración acumulada entre las víctimas de la ocupación, y de que ningún dirigente israelí se atrevería a desalojar de sus casas a medio millón de colonos judíos. De ahí que se evoquen viejas ideas, teñidas de utopía, como la absorción de Palestina por Jordania, el intercambio de territorios entre Cisjordania y el norte de Israel e incluso la creación de un único Estado, suma de los actuales judío y palestino, en el que coexistiesen ambos pueblos.
El presidente palestino, humillado y ninguneado, no puede volverse atrás ahora, sean las que sean las represalias de Israel, porque eso le convertiría en un cadáver político. Apenas tiene ya nada que perder. Necesita desesperadamente una victoria moral y diplomática, y sólo la puede obtener en la ONU. No tiene opción, y menos tras la última ofensiva israelí en Gaza, franja que controla su enemigo Hamás pero que también forma parte de Palestina. Según Netanyahu, cínico entre los cínicos, se trató de una acción de autodefensa provocada por el lanzamiento de cohetes desde la franja contra su territorio, ignorando que el principal detonante fue elasesinato selectivo del líder militar de Hamás. Pero lo que de forma más clara deslegitima la operación Pilar Defensivo es la tremenda desproporción entre las víctimas en uno y otro bando, tan abismal como en la ofensiva Plomo Fundido de finales de 2008 y comienzos de 2009. Un balance que remite más al Nuevo Testamento (“ciento por uno”) que al Viejo (“ojo por ojo”).
En la situación influyen también factores cuyo análisis haría interminable esta columna, por lo que me limito a enunciarlos: la proximidad de las elecciones en Israel (22 de enero), el complicado mapa de alianzas en la región, la amenaza de atacar Irán para frenar su amenaza atómica, el supuesto origen iraní de los cohetes que se lanzan desde Gaza, la incapacidad de Hamás para frenar a los elementos más extremistas, la influencia de la crisis en Siria, la conversión del Egipto islamista en elemento diplomático clave (como ha demostrado la mediación para el alto el fuego), y el ambiguo papel de Obama, tan dependiente del lobby judío y la alianza estratégica con Israel como para pretender siquiera que es neutral.
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