Sistemas y absolutos
Emili Piera
Los campamentos de indignados, el movimiento 15-M, es el acontecimiento que nos salva de una campaña electoral mortuoria. Mortuoria, pero no inofensiva. Decía Joan Fuster que a la hora de discernir la bondad de algo había que fijarse en lo que hacían los ricos. Una habitación atemperada es mejor que la intemperie y el jamón de bellota suele vencer a la mortadela, pero hay más: fíjense en las buenas familias de derechas. Todas no son ricas, pero todas aspiran a serlo (en eso se parecen a las de izquierdas) y a la hora de votar no permiten que se pierda un solo sufragio y llevan a la abuelita ante la urna aunque sea con una cama rodante. En la izquierda, acostumbrada a las grandes palabras, predomina el anhelo de infinitud y pureza (para compensar que no suele ir a misa) y por eso ignora que la política es pasar el día, alcanzar un equilibrio, concertar una chapuza. Las ansias de absoluto en política sólo sirven para abrasar a los demás y abrasarse.
He hablado con los chavales sin oficio ni casa, con los jóvenes de la revuelta (pacífica). Son mucho menos agresivos que nosotros o nuestros padres a su edad. Se expresan con la cordura y contención de quienes han tenido que superar pruebas de acceso, notas medias, selecciones para un contrato por tres meses. Tienen la cautela de quien ha sido humillado muchas veces y no por Albert Einstein —lo que tendría un pase—, sino por algún deficiente que sostenía la sartén del momento. Están poco politizados, pero conocen lo suficiente del asunto para sartante no es si Pippa está más buena que la duquesa Catalina o si Iniesta es el futbolista más querido de España o si Djokovic está imparable —perdonen que sepa todas esas cosas, no me han dejado evitarlo—, sino esos chicos que defienden el sistema, es decir, la Constitución que les promete (y no les da) ni trabajo ni casa; que defienden la libre concurrencia amenazada por las adjudicaciones a dedo, los PAI, el bipartidismo metido con calzador y las listas cerradas, entre otras cosas.
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