miércoles, 14 de septiembre de 2011

Vuelven los turcos







Xavier Domènech

El imperio otomano se extendió casi hasta las puertas de Viena, rodeó todo el mar Negro, llegó hasta el mar Caspio por el este, ocupó ambas orillas del mar Rojo, y por el norte de África avanzó hasta la actual Argelia. En el siglo XVII, sus dominios incluían las actuales repúblicas balcánicas, Budapest, Bucarest, Belgrado, Sofía, Atenas, Damasco, Jerusalén, Bagdad, La Meca, El Cairo, Trípoli, Túnez y Argel. Y Constantinopla, la antigua capital del imperio bizantino, al que reemplazó como potencia del Mediterráneo oriental. Como ha sido norma en la historia de los imperios, por lo menos en esta parte del mundo, tras la máxima expansión llegó la contracción y el imperio otomano se vio reducido a la actual Turquía, una república con más de setenta millones de habitantes (quince de ellos en Estambul), a caballo entre Asia y Europa, laica por un mandato fundacional impuesto a la fuerza por los militares, pero con una población mayoritariamente musulmana que ha llevado a los islamistas moderados al gobierno. 
Con una economía que ha dejado de ser agrícola y ya se basa en la industria y los servicios, beneficiaria de una unión aduanera con la UE y candidata entrar en ella, Turquía forma parte de la OTAN, la OCDE y el G-20. Y sus fuerzas armadas son las segundas más grandes de la fuerza permanente de la OTAN, con más de un millón de efectivos humanos.
Durante años pareció como si la ambición turca se limitara a las malas relaciones con Grecia, pero todo parece haber cambiado. La primavera árabe, entre otros efectos, ha sumido a Egipto —tradicionalmente una potencia regional de la zona— en la crisis y el desconcierto. Sus actuales problemas han creado un vacío provisional que el presidente turco Recep Tayyip Erdogan parece dispuesto a aprovechar para hacerse con el liderazgo de las riberas árabes del Mediterráneo. Está de gira por Egipto, Túnez y Libia, y para ablandar el terreno se ha enzarzado verbalmente con Israel a cuento de la flotilla atacada el año pasado, donde murieron nueve turcos. Meterse con Israel es una vía segura para ganar popularidad en los países árabes, y lanzar contra Tel Aviv expresiones como «causa de guerra» garantiza baños de masas. 
Erdogan no es árabe, pero la religión le acerca a egipcios, tunecinos y libios, que buscan un espejo en el que mirarse para construir la nueva etapa de su historia, y ven en Ankara una interesante combinación de Islam, democracia y prosperidad económica. Mientras Europa sufre por su incapacidad de ponerse de acuerdo en una política clara y fuerte contra la crisis, Turquía se trabaja un liderazgo regional que le haga más fuerte e influyente y le convierta de nuevo en un actor principal en el mar que sus naves dominaron un día. Este rival podría haber formado parte de nuestro equipo, pero las puertas de la Unión nunca se le han abierto sinceramente. En teoría, por asiático y musulmán. En realidad, por demasiado grande.

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