miércoles, 15 de octubre de 2014

NOS FUSILARON MAL

                                                                                                  
El otro día me decía un amigo extranjero que lo fascinante de España es la sensación de descontrol absoluto, esa experiencia de entrar en un restaurante, que te digan que está todo lleno, te sienten de inmediato en un rincón, pidas una cerveza, te traigan vino, encargues una paella y al rato te sirvan una sepia a la plancha. Le expliqué que justamente eso es la quintaesencia del país, resumida en aquella espeluznante frase de Gila: “Me fusilaron mal”. Gracias al error de un pelotón de moros borrachos que se puso a hacer el español, logró sobrevivir el cómico más genial de la posguerra, un hombre que, de estar vivo, no daría abasto entre la estafa bancaria, el latrocinio de las tarjetas de Caja Madrid, la crisis del ébola, el sainete andorrano de Pujol y la crema catalana de Artur Mas. Gila hizo la guerra civil “en el bando equivocado” y tuvo el valor de chotearse de la guerra en pleno Califato de El Ferrol, así que me imagino que no tendría el menor problema en descolgar el teléfono y preguntar: “¿Es el ébola? Que se ponga”.
El problema es que al otro lado del auricular nunca había nadie, pero ahora mismo no sabríamos si le iba a responder Ana Mato o Soraya, Artur Mas o Pujol, Rodrigo Rato, Miguel Blesa o los consejeros de CC OO, Azcona y Rey, que decidieron ir explorando a crudo golpe de tarjeta hoteles de cinco estrellas, restaurantes de lujo y otros oscuros antros de perversión capitalistas. En el teléfono de Gila iba a montarse una party-line de lo más concurrida, un grupo de guasap que lo mismo dejaba al cómico sin posibilidad de meter baza: “Que se ponga el consejero de Sanidad. Que los trajes que han mandado contra el ébola, que nos quedan estrechos. Pero bueno. No me diga que era otro traje para Camps. Ya decía yo que le veía mucha corbata. Con una cosa de ese precio se manda por lo menos un folleto”.
La teoría de la cortina de humo en España se nos ha ido de las manos. Primero empezó con lo de los sobres de Bárcenas, los cuales taparon con la amenaza de consulta soberanista de Mas. Luego hubo que distraer el peligro de la efervescencia nacionalista catalana y apareció en el horizonte la aleta de tiburón de Podemos. Pablo Iglesias y Monedero se desmadraron y hubo que emborronarlos con la dimisión del rey Juan Carlos y el cambio de cetro en una ceremonia a la que asistieron cuatro gatos. El bochorno lo enterraron con el eclipse de Rubalcaba, el cisma ideológico del PSOE y el ascenso meteórico de Pedro Sánchez en el papel estelar de yerno de la patria. Artur Mas sintió que le estaban quitando el puesto de galán oficial y anunció que montaba otra productora por su cuenta, un maremoto político que se amansó bastante al descubrirse que el padre de la patria catalana, Jordi Pujol, no sólo acumulaba toneladas de dinero sin declarar sino que además prefería esconderlas en colchones made in Andorra. De inmediato, para equilibrar la cosa, saltó el escándalo de las tarjetas opacas de Caja Madrid, donde descubrimos que los banqueros y ministros de Economía putativos del país no eran dos o tres jetas sino una verdadera legión. A la plaga económica sucedió una epidemia medieval traída a la fuerza desde África con olor de santidad en medio de una película de Ozores. Y ahora, cuando todo parecía más o menos calmado, llega el desastre definitivo, el que trae de cabeza a Mariano y a toda la península, excepto Portugal: Del Bosque volvió a perder con una selección de futbolín. Nos fusilaron mal.

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