viernes, 27 de julio de 2012

                                                            
Lidia Falcón
Abogada
Ilustración de César Fernández Parrilla
La nueva normativa legal con la que nos amenaza el ministro de Justicia en materia de aborto no solamente traerá mucho sufrimiento a las familias y especialmente a las madres, no sólo significará que se agudicen las diferencias de clase, con la exclusión de las mujeres que tienen menos recursos del acceso a una clínica en buenas condiciones sanitarias en Londres o en Ámsterdam, y que deberán recurrir a abortos clandestinos y sépticos, con sus secuelas de enfermedades, procesos judiciales, quizá prisión para médicos y parteras –no sé si Ruiz Gallardón se propone también encarcelar a las mujeres–, y hasta muertes. Pero puesto que la salud y la felicidad de sus ciudadanos no constituye un problema para la conciencia del ministro de Justicia, lo que sí, desde el punto de vista de un jurista demócrata debería ser motivo de preocupación, cuando no de escándalo, es que fractura gravemente los principios de un Estado de Derecho.
Pero no son únicamente las consecuencias sociales que conllevará la nueva legislación abortiva –será con Irlanda y Malta la más restrictiva de Europa–, lo que pervierte nuestra democracia, es también lo que significa para un Estado de Derecho. Aunque este sea dominado por el aparato que actúa únicamente en defensa de los intereses de las oligarquías de nuestro país, como estamos viendo claramente en la gestión de la crisis.
Desde la transformación que se originó con la Revolución Francesa sobre la estructura del Estado, con el precedente de la Revolución Americana,  la burguesía de los países industrializados y modernos aceptó los principios de división de poderes, distinción entre legislación y administración, demarcación de la esfera pública y de la esfera privada, separación entre Estado y sociedad civil. Y se somete cíclicamente a la elección de su órgano legislativo, que se supone representa la voluntad popular. No entraré aquí en la corrupción institucionalizada que significa la ley electoral, con la que los partidos de las oligarquías y de la burguesía se aseguran siempre el dominio del Parlamento. Pero, aún aceptando –qué remedio– esta distribución del poder, la defensa de las disposiciones de este Gobierno debe apoyarse en que los ciudadanos lo votaron. Este principio está siendo gravemente conculcado con ese proyecto de ley de aborto que prepara el Ministerio de Justicia –por supuesto ya lo está siendo con las disposiciones en materia económica que no existían en el programa electoral del partido que gobierna– donde se revela más nítidamente la contradicción entre lo que la sociedad española desea y necesita, especialmente las mujeres que son las víctimas de esas medidas legales, pero también una buena parte de los hombres que las apoyan, y lo que una casta dominante perteneciente a los sectores más ultras de la Iglesia católica pretende imponer. Y cuyos mandatos son los que Ruiz Gallardón está cumpliendo y que sin embargo no constituye ni el 14% de la población española que es la que las encuestas del CIS dicen que cumple con el precepto dominical de asistir a la Misa. Suponiendo que todos los católicos practicantes estén en contra del aborto eugenésico.
Porque la mayoría de la sociedad española –y bueno sería que convocara un referéndum sobre este tema como se hizo en Italia y en Portugal, siempre aquí las castas gobernantes más ultras y más timoratas– no está de acuerdo con una norma que impida a la mujer abortar un embrión o un feto con graves malformaciones que le harán inviable una vida humana. Porque una vida humana no es la del grumo de células que componen un embrión ni la de un feto sin desarrollar de 22 semanas de gestación. La vida humana, que debería ser más respetada por este gobierno ultracatólico que nos ha tocado en suerte, en forma de ayudas a los que no tienen recursos ni vivienda ni sanidad ni comida, es la que se construye muy lentamente desde el momento del nacimiento hasta la muerte, con la aportación de la sociedad a su propio desarrollo. Y que proporciona a los individuos la capacidad de moverse, de pensar, de decidir sus opciones, de trabajar, de amar, de reproducirse. Esas facultades que un feto malformado no tendrá nunca después de nacer y que en cambio son ya patrimonio de su madre. Nadie, no sólo perteneciente a un mundo moderno y científico, sino únicamente compasivo puede imponer a una mujer que de a luz y cuide toda la vida a un hijo incapaz de desarrollarse como un ser humano consciente. Esa sólo puede ser una opción personal de quien se sienta tan dispuesta al sacrificio como para aceptarla.
Debería ser evidente que una legislación represiva como la que se propone el Ministerio no podrá evitar que las mujeres decidan controlar su maternidad interrumpiendo un embarazo no deseado, y, sobre todo, en el caso de la malformación del feto. Las estadísticas que conocemos desde hace ya treinta años nos explican cómo el número de abortos, alrededor de 100.000 anuales, sigue siendo más o menos el mismo desde la transición democrática. Lo que cambia es el número de las que acuden a las clínicas privadas autorizadas, a la Seguridad Social, a las parteras clandestinas y a los países extranjeros. Y, por tanto, las cifras nos dan un gráfico que nos demuestra de qué modo en nuestro país el Estado aplica una política social que no atenúa, al menos en este tema, los sufrimientos que produce el desigual reparto de la riqueza. Ante las enormes diferencias de renta que padece la sociedad española –una de las más injustas de Europa– las ayudas a las madres y a las familias pobres son insignificantes, y mucho más cuando se están eliminando las subvenciones a los dependientes y a las instituciones que los ayudaban.
Es decir, que el Ministerio de Justicia se propone impedir que aborten las mujeres que sepan que están gestando un feto malformado, sin posibilidad de curación,  y, al mismo tiempo, participa de un Gobierno que elimina centros de internamiento de dependientes, quita las ayudas económicas a las mujeres que los cuidan en el hogar y resta las subvenciones a las ONG que se ocupaban de ellos. Significa exactamente el regreso a un Estado medieval, donde ni el bienestar del pueblo ni la voluntad expresada electoralmente por este podían influir sobre las decisiones del poder.
Porque el Sr. Ruiz Gallardón no puede excusarse en la mayoría absoluta electoral que le concedieron las urnas en noviembre pasado –con el 40% de los votos–, puesto que esta no representa a la totalidad, ni siquiera a la mayoría del electorado. El 60% restante se distribuye entre otros partidos, cuya inmensa mayoría se encuentra mucho más a la izquierda que el PP. Pero es que todo sociólogo sabe, y también, por supuesto, nuestro pueblo, que no todos los votantes del PP están a favor de una represión tan feroz contra las mujeres gestantes como la que se propone el Ministerio. Y lo sabemos los profesionales de diversas disciplinas humanísticas, abogados, médicos, enfermeras, asistentes sociales, porque a nuestros gabinetes y hospitales llegan mujeres, acompañadas tantas veces de su compañero, solicitando un aborto, que se declaran de derechas y hasta católicas.
Porque las organizaciones católicas que no están de acuerdo con las directrices tridentinas de la jerarquía de la Iglesia muestran mucha mayor comprensión con el aborto en determinadas condiciones, una de las cuales es, por supuesto, la malformación del feto, y así lo manifiestan públicamente organizaciones de cristianos de base, y los teólogos Juan José Tamayo, Margarita Pintos y Benjamín Forcano, que han elaborado una doctrina confesional mucho más compasiva con las mujeres que la crueldad con que se manifiesta la Conferencia Episcopal. Porque, en definitiva, apoyarse como hacen los voceros del gobierno, como el secretario de Estado de Justicia, diciendo que el PP siempre está a favor de los más débiles, y por éstos han de entenderse los embriones o los fetos, es apuntarse a la más perversa demagogia. Los más débiles en esta triste competencia son las madres, puesto que solamente ellas pueden detentar el estatuto de seres humanos, y entre la felicidad y la salud de la madre y la de ese proyecto de ser humano que no ha llegado a desarrollarse no puede haber duda en el momento de elegir.
Así se ha entendido hace ya muchos años, desde la declaración de los Derechos Humanos de 1948 y la del Comité de No Discriminación contra la Mujer de 1982 y en las muchas recomendaciones y disposiciones de la Organización Internacional de la Salud, como en las que adoptaron los países civilizados en la IV Conferencia de la Mujer de Beijín en 1995, entre los que se quiere contar España como perteneciente a Europa, donde se establece el derecho de las mujeres a controlar su maternidad y se exige a los Estados que garanticen las buenas condiciones sanitarias públicas para que puedan practicarse un aborto, y donde se defiende una política eugenésica que  evite el nacimiento de 15.000 seres malformados cada año, como sucedía durante la dictadura franquista. Etapa a la que desean vivamente regresar nuestros gobernantes.
“Porque el jurista no es, ni puede ser, un vigilante de un orden establecido –en este caso el de la Iglesia católica– sino que debe ser partícipe del proceso constructivo de una sociedad humana que a través de la ley tiende continuamente a evolucionar”. Exactamente lo que no es nuestro Ministro de Justicia, apegado a los principios represivos de una jerarquía eclesiástica de la Contrarreforma. Y esto no lo digo yo, sino la Memoria del Consiglio Superior de la Magistratura, ya de 1970, titulada Realidad Social y Administración de Justicia, en Italia, país donde vive y reina el Vaticano y su corte, y donde la ley de aborto es mucho más permisiva y liberal que lo será la española.

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