martes, 20 de enero de 2015

A ¿Cuantos engañaron?

En cambio el desenfado de Bowers, sus maneras de pícaro amoral, ayudan a trasegar con tal cantidad de fornicio sin pausa que cansa solo de imaginárselo. Se nos presenta como un joven y guaperas excombatiente de la Segunda Guerra Mundial (¡marine!) que trabaja en una gasolinera de Hollywood Boulevard. Aparece el galán y padre de familia ejemplar Walter Pidgeon. Después de los circunloquios de rigor y las miradas dubitativas, Pidgeon le invita a su mansión, en la que está de Rodríguez con un colega. Si algo caracteriza a Bowers es que nunca tiene un no por respuesta. Así que ya en la mansión, y después de las brazadas y los juegos viriles en la piscina, llega el sexo a tres bandas. A partir de este primer encuentro todo viene rodado. El exmarine pasa a ser aquel joven discreto de la gasolinera (con el plan de expansión de carreteras y autopistas posterior a la II GM las gasolineras se convirtieron en verdaderos centros de recreo y en redes sociales analógicas) que tanto valía para un roto como para un descosido. Mantiene relaciones con el director de cine y hábil felador George Cuckor. Le consigue fornidos excompañeros de armas al compositor Cole Porter para sus prácticas de felación múltiple antes de que la pornografía en internet pusiera de moda el bukkake. Participa en los juegos de masajes y masturbación mutua de los camaradas Cary Grant y Randolph Scott. Trae chicas para Katharine Hepburn y pasa una noche de sexo vergonzante con Spencer Tracy. Según Bowers, la que parecía una de las pocas parejas auténticas de Hollywood era otro montaje de los estudios: Hepburn era lesbiana y Tracy un bisexual atormentado. En cualquier caso, el narrador parece pasárselo en grande. Tanto con hombres como con mujeres.
Randolph Scott y Cary Grant. Foto: Wikicommons.
Randolph Scott y Cary Grant. Foto: Wikicommons.
Sin embargo, el corolario narrativo pierde fuerza cuando Bowers aborda el sexo heterosexual. Falta humor, alegría y creatividad. Por una parte, las mujeres son unas vamps insaciables (Mae West), unas neuróticas desbocadas (Viven Leigh) o unas melancólicas que intentan refugiarse de la tristeza otoñal en cuerpos jóvenes (Edith Piaf). En el caso de los hombres, el resultado también es desalentador. Un depresivo y alcoholizado William Holden pidiendo que le traigan chicas a su apartamento menos para divertirse que para superar su miedo fundado a la impotencia o un crepuscular Errol Flynn cayéndose inconsciente al suelo cuando toca rematar faena. Esta visión apelmazada del sexo heterosexual la ejemplifica a la perfección Bob Hope: señor de modales impecables que tras el silencioso misionero de dos minutos paga a la dama (estipulaba que quería a mujeres elegantes de mediana edad), se despide cortés pero lacónico y sale de escena. Diría yo que los asuntos de alcoba, desde los tiempos edénicos, han sido una cosa un poco más imaginativa.
Sea como fuere, la frecuentación de tanto alcohólico perturbado dejó mella en Bowers y decide aferrarse a su condición de abstemio para no fallar con el gatillo. De esta manera acaba convirtiéndose en un barman de fiestas privadas que no bebe. Tal vez para suplir dicha carencia inventa una manera encomiable de remover los cócteles. Lo hace literalmente con la punta de la polla. Es toda una atracción. Un verdadero artista del meneo.
En la década de los cincuenta, la moral se ha relajado un tanto y Elvis Presley puede acometer a golpes de cadera bailes excitantes e incitantes pero los grandes estudios todavía permanecen en la era glacial en cuestiones de sexualidad. Víctimas de la propaganda, según explica Bowers, fueron conocidos suyos comoRock HudsonRaymond Burr o el desquiciado Monty Clift. Tampoco se escapó de tener que posar con novia formal el rebelde James Dean pese a tomárselo más a cachondeo. De los actores con inclinaciones homosexuales que frecuentaban las parties en las que el narrador practicaba de barman extravagante, Dean fue de los pocos que nunca reclamó su intermediación. Prefería buscarse él la vida por su cuenta ya que, remacha un tanto dolido el servicial Bowers, al protagonista de Rebelde sin causa lo que verdaderamente le ponía eran las sesiones de sexo duro en locales sadomasoquistas donde era conocido como el cenicero humano.
A medida que avanzan los años es perceptible el desconcierto de Bowers. Con el auge de la televisión, los grandes estudios pierden poder e influencia, el sexo pugna por ser libre y las drogas lo convierten en indiscriminado. Malos tiempos para el barman conseguidor que, a partir de entonces, ameniza fiestas de viejas glorias ajadas. No obstante, la irrupción del porno setentero le da un mínimo de vidilla para contar algunas anécdotas finales. Sin ir más lejos, la de actriz porno/garganta profunda Linda Lovelace ilustrando la manera de hacer un Deep throat a un grupo de gais que no disimulan la sonrisa condescendiente. Pero son los últimos momentos gloriosos de la biografía sexual en Hollywood de este personaje pintoresco y conmovedor. Con los primeros casos de sida —Rock Hudson, sin ir más lejos— las risas se apagan y el placer se enfunda en látex y miedo. Se acabaron los tiempos en los que los duques de Windsor pedían chicos y chicas entótum revolútumCharles Laughton sustituía la crema de cacahuete de su sándwich matutino por residuos orgánicos de un chapero o Somerset Maugham ejercía de mirón con atuendo impecable mientras daba pequeños sorbos de vino.
Es cierto que, más allá de que Gore Vidal certifique la veracidad del relato de Bowers, queda la duda de si era necesario imprimir unos hechos que pertenecen a la privacidad de unas personas que ya no pueden desmentir los pormenores de la narración. También es verdad que el pacto con el diablo en el Monte Lee comporta la condena eterna de la fama a manera de mito. Así que cualquier enfermo de mitología cinematográfica disfrutará con las tribulaciones orgiásticas del simpático Scotty Bowers, ya que, como él mismo se vanagloria, «conocí Hollywood como no lo ha conocido nadie».
T

No hay comentarios:

Publicar un comentario