Todos hemos sido un poco ciegos y un poco sordos. No sé si han leído la noticia: un director de banco se aprovechó de la confianza que le profesaban tres ancianos al borde de la sima de los noventa para sisarles el dinero de su cuenta. Cada vez que los visitaba en su pueblo de La Bañeza, Segismundo (82 años, invidente y al cuidado de su hermana) firmaba un papel en blanco. Luego, el responsable de la sucursal rellenaba el espacio vacío a su antojo: 300, 8.000 y así, hasta que le exprimió 223.740 euros. El caso tuvo que llegar al Tribunal Supremo para determinar, de una vez por todas, que era un ladrón y, finalmente, ha sido condenado a tres años y medio de cárcel, un resort hasta ahora vedado a la banca, con la excepción de Blesa, el de la media pensión.
Desconozco si ustedes han firmado un papel en blanco, que, sometido a la técnica del origami, bien podría componer un coche, un piso, un bajo comercial, una nave industrial, un terreno en medio del monte (pendiente de recalificación) o un 7% de interés, con lo complicado que debe ser plegar el papel, sin usar tijeras ni pegamento, para trazar la angulosa geografía de un siete. El asunto es que, aunque no lo hiciesen, todos hemos terminado perdiendo un poco de vista y un poco de oído, pues este tocomocho es tan perverso que aquí pringan todos y no sólo el primo. A las cifras del paro me remito.
Nuestro director de banco era un señor alemán que, en vez de venir a su casa a llevarse sus perras, las traía: dinero barato, barato. Resulta que al Belarmino teutón (así se llamaba el estafador de los ancianos: Belarmino) no le faltaba dinero sino que le sobraba, por lo que se puso a repartir euros con alegría, sin importarle cómo serían usados. El alemán obtenía así de los pobres que nos creímos ricos del sur un interés superior al que podía obtener de sus compatriotas, aunque yo me pregunto qué responsabilidad tendrá ese señor sobre ese préstamo, sabedor de que estaba alimentando al voraz Monstruo de los Ladrillos. Si a él parecía traerle al pairo el asunto, imagínense a nosotros.
El milagro español duró hasta cuando ustedes recuerdan. Aquí no se generó riqueza sino que se especuló con el suelo. En la fiesta se echaron un baile, directa e indirectamente, bancos y cajas. Alguien encendió la luz y la bella del vals resultó tener el rímel corrido y el escote bañado de tinto. Al consorte se le había caído el peluquín y bebía de una copa vacía. La orquesta era un loro. El cristal de Bohemia tomaba forma de vasos de plástico. La pista estaba enfangada y parecía el vertedero que nos brinda el día después de un macrofestival en Levante. El sol estaba a punto de salir y los invitados se arremolinaban en la puerta de salida, como si fueran vampiros, en busca de un refugio opaco, pero el cuello de botella terminó fundiendo a los invitados. ¿A todos? Risas en la platea…
El señor alemán cogió el maletín y voló a Madrid. Repartió dinero entre los banqueros y pactó con el Gobierno que, a cambio, laminaría el fragilísmo, casi nonato, estado del bienestar. En definitiva, cobraría los intereses correspondientes y nombraría a un capataz para fustigar a los desgraciados de siempre (parados, jubilados, funcionarios, estudiantes y, en definitiva, a la plebe toda). El rescate de la oligarquía bancaria vendida como el rescate de un país. Habían bastado quince años (desde la Ley del Suelo de Aznar, en 1998, por poner una simbólica fecha de arranque) para someter a un pueblo, arrodillado ante la involución del neoliberalismo, que al fin cuenta con una legión de esclavos temerosos de la mano invisible de Dios: menos sueldos, menos derechos, menos pensiones, menos ciudadanos… Un pueblo, a todo esto, ciego,
sordo y, cómo no, austero
Henrique mauriño
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