Un héroe americano
Joaquín Rábago
He leído, no sin cierto estremecimiento, una excelente información fechada en Washington sobre el homicidio de un "héroe americano" a manos de otro militar. El muerto era un ex miembro de las fuerzas de elite norteamericanas conocidas como "seals" y se ufanaba de ser el francotirador más exitoso de la historia de ese país, lo cual, dado su conocido historial de violencia, no es ciertamente poco mérito.
Su trofeo personal: 150 muertes, según cálculos del Pentágono, casi un centenar más, de acuerdo con su propia contabilidad. Todo un récord en cualquier caso para el libro Guinness, si es que lleva también ese tipo de récords.
El héroe en cuestión escribió una autobiografía, de esas que se venden en los aeropuertos y en las grandes cadenas de supermercados, titulada "American sniper" (Francotirador americano), en la que contaba sus hazañas y confesaba que los mejores años de su vida fueron los que pasó como "seal".
En ella, tras preguntarse en un rasgo de falsa modestia, a quién podría interesar su vida, pues "no soy diferente- decía- de cualquier otra persona", algo que debería hacernos sentir escalofríos, escribía cosas como éstas sobre sus enemigos árabes: "El número (de muertos) no es importante. Sólo habría deseado matar a más. No para jactarme, sino porque creo que el mundo está mejor sin salvajes que acaban con la vida de americanos".
Pues bien, nuestro héroe, nacido en Texas, donde aprendió el patriotismo, confesaba amar las armas. Y como quien a hierro mata, a hierro muere, según dice la Biblia que seguramente tanto amaba, cayó abatido junto a otro amigo no por alguno de esos salvajes a los que tanto detestaba sino por otro patriota americano como él en un campo de tiro de su Texas natal.
A su homicida le habían diagnosticado al parecer estrés postraumático, esa enfermedad psíquica conocida en inglés por las siglas PTSD que sufren muchos veteranos de aquel país y que les impide, cuando vuelven a la América profunda tras una etapa en el extranjero matando "salvajes", llevar otra vez en sus casas y sus pueblos una vida normal.
Siempre me ha parecido una enorme indecencia, sobre todo a la vista de la personalidad de muchos de esos héroes americanos, dignos sucesores de los cazadores de otros salvajes, los que antes de la corrección política se llamaban "indios" (hoy son "native Americans", americanos nativos), la atención que prestamos a esos traumas psíquicos de los pobres soldados norteamericanos todos los consumidores directos o indirectos de los medios de comunicación de aquel país.
Es cierto que las organizaciones de veteranos se quejan de que esa atención es muchas veces insuficiente en vista de la gravedad del problema. Pero ¿cómo no pensar por contraste en la terrible indiferencia que rodea la suerte, no ya de unos cuantos centenares o aun millares de marines, sino de millones de civiles -ancianos, mujeres y niños, entre ellos- , de poblaciones enteras de aquellos desgraciados países sobre los que se descarga de pronto, cual plaga bíblica, la acción vengadora de quienes se erigen de pronto en defensores de la democracia, fórmula que encubre muchas veces sólo el sistema de libre mercado.
¿Cómo no pensar en los traumas de todo tipo que sin duda sufren las criaturas de esos países sometidas día y noche al fragor de las bombas, al estruendo incesante de los cazas y bombarderos, obligadas a asistir impotentes a la destrucción inmisericorde de sus hogares y sus ciudades o aldeas, mientras los hospitales se llenan de heridos y en las morgues se hacinan los cadáveres calcinados?
¿Cómo no pensar, no ya en el estrés postraumático, sino en el horror cotidiano de todas esas gentes?. Civiles de toda condición, cuyo único delito muchas veces es el de vivir bajo una dictadura que cayó de pronto en desgracia ante quienes la defendieron mientras el tirano de turno se plegó a sus intereses.
Claro que ¿a quién puede interesar la suerte de todos esos millones, si al fin y al cabo, como escribía ese ex miembro de las fuerzas de elite de Estados Unidos, se trata sólo de "salvajes"?.
Su trofeo personal: 150 muertes, según cálculos del Pentágono, casi un centenar más, de acuerdo con su propia contabilidad. Todo un récord en cualquier caso para el libro Guinness, si es que lleva también ese tipo de récords.
El héroe en cuestión escribió una autobiografía, de esas que se venden en los aeropuertos y en las grandes cadenas de supermercados, titulada "American sniper" (Francotirador americano), en la que contaba sus hazañas y confesaba que los mejores años de su vida fueron los que pasó como "seal".
En ella, tras preguntarse en un rasgo de falsa modestia, a quién podría interesar su vida, pues "no soy diferente- decía- de cualquier otra persona", algo que debería hacernos sentir escalofríos, escribía cosas como éstas sobre sus enemigos árabes: "El número (de muertos) no es importante. Sólo habría deseado matar a más. No para jactarme, sino porque creo que el mundo está mejor sin salvajes que acaban con la vida de americanos".
Pues bien, nuestro héroe, nacido en Texas, donde aprendió el patriotismo, confesaba amar las armas. Y como quien a hierro mata, a hierro muere, según dice la Biblia que seguramente tanto amaba, cayó abatido junto a otro amigo no por alguno de esos salvajes a los que tanto detestaba sino por otro patriota americano como él en un campo de tiro de su Texas natal.
A su homicida le habían diagnosticado al parecer estrés postraumático, esa enfermedad psíquica conocida en inglés por las siglas PTSD que sufren muchos veteranos de aquel país y que les impide, cuando vuelven a la América profunda tras una etapa en el extranjero matando "salvajes", llevar otra vez en sus casas y sus pueblos una vida normal.
Siempre me ha parecido una enorme indecencia, sobre todo a la vista de la personalidad de muchos de esos héroes americanos, dignos sucesores de los cazadores de otros salvajes, los que antes de la corrección política se llamaban "indios" (hoy son "native Americans", americanos nativos), la atención que prestamos a esos traumas psíquicos de los pobres soldados norteamericanos todos los consumidores directos o indirectos de los medios de comunicación de aquel país.
Es cierto que las organizaciones de veteranos se quejan de que esa atención es muchas veces insuficiente en vista de la gravedad del problema. Pero ¿cómo no pensar por contraste en la terrible indiferencia que rodea la suerte, no ya de unos cuantos centenares o aun millares de marines, sino de millones de civiles -ancianos, mujeres y niños, entre ellos- , de poblaciones enteras de aquellos desgraciados países sobre los que se descarga de pronto, cual plaga bíblica, la acción vengadora de quienes se erigen de pronto en defensores de la democracia, fórmula que encubre muchas veces sólo el sistema de libre mercado.
¿Cómo no pensar en los traumas de todo tipo que sin duda sufren las criaturas de esos países sometidas día y noche al fragor de las bombas, al estruendo incesante de los cazas y bombarderos, obligadas a asistir impotentes a la destrucción inmisericorde de sus hogares y sus ciudades o aldeas, mientras los hospitales se llenan de heridos y en las morgues se hacinan los cadáveres calcinados?
¿Cómo no pensar, no ya en el estrés postraumático, sino en el horror cotidiano de todas esas gentes?. Civiles de toda condición, cuyo único delito muchas veces es el de vivir bajo una dictadura que cayó de pronto en desgracia ante quienes la defendieron mientras el tirano de turno se plegó a sus intereses.
Claro que ¿a quién puede interesar la suerte de todos esos millones, si al fin y al cabo, como escribía ese ex miembro de las fuerzas de elite de Estados Unidos, se trata sólo de "salvajes"?.
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